Hay una historia que anoche llamó, de repente, a las puertas de mi memoria. Es una de tantas que he vivido en el país balcánico, de esas anécdotas a las que no se le da importancia mientras una las vive y se va aclimatando a la vida en situaciones nuevas, pero que al llegar a casa y ver lo cotidiano recobran un sentido especial.
Empezó el pasado diciembre, concretamente el día 17. Esta era la fecha en que yo me dirigía al aeropuerto de Otopeni (el más grande de la capital rumana) para volar hacia España y volver a ver a familia y amigos después de 6 meses. Aunque mi vuelo salía a las 6 de la mañana del día siguiente, preferí hacer noche en el aeropuerto, no quería tener problemas de tiempo y así cogía en transporte público: un autobús que por 7 lei (si no recuerdo mal) va directamente desde Gara de Nord (la Estación del Norte) hasta Otopeni.
Los taxistas, esos grandes enemigos del bolsillo del extranjero en Bucarest (y a veces incluso de su inteligencia), regatean el precio que a ellos les parece, y por hacer el mismo trayecto que el bus piden 70, 60, 50...o 40 leis en el mejor de los casos. No recomiendo este servicio salvo que se trate de una urgencia, pues incluso los que parecen oficiales desconectan la máquina para que la cobaya humana en que se convierte el extranjero hacia el aeropuerto no pueda saber el valor de la estafa.
A sabiendas de todo esto, aquella tarde- noche (sí, porque desde las cinco de la tarde ya era de noche) me dirigí a la parada de dicho autobús, a la salida de la estación. Arrastraba, en el sentido más literal de la palabra, una maleta vieja cargada con toda la ropa de verano; y llevaba a mi espalda otra mochila, cargada a reventar. Tras varios intercambios de palabras con los taxistas (que raudos se aproximaban a la puerta de la estación con las " Tres bes": Bueno, Bonito...¡Y Barato!), pude encontrar la marquesina para esperar el autobús.
Esperé y esperé. Pasó media hora, pasó otra. Gente venía a la parada, llegaban autobuses que iban a otros destinos, algunos se subían y llegaba gente nueva. Al llevar hora y media en la gélida noche bucarestina, apareció el autobús, cual aparición mariana para mi estado de nervios. Me dirigí a hablar con el conductor para explicarle con mi rumano básico que le pagaba el billete allí mismo ya que con todo el jaleo ni sabía dónde había que comprarlo. <<Muy bien, muy bien>>, me dijo el hombre desde su cabina, dándome a entender que le importaba poco que no le pagase pero que entrase de una vez, que hacía frío.
<<Gara de Nord>>, la estación de trenes más importante de Bucarest. Foto: Wikipedia.
Así lo hice, cuando de pronto noté cómo alguien me empujó y se pegó a mi mochila, y eso que en ese momento sólo estaba yo sola para entrar. Me giré y vi a un chico, que, ante la mirada de el resto de pasajeros y el descaro de la situación, salió corriendo del autobús.
-¿Te han robado, lo tienes todo, estás bien?- Me preguntaron unos chicos rumanos que se habían subido en el mismo sitio.
-Sí, sí, lo tengo todo.- Dije después de abrir el bolsillo de la mochila.
-¡Qué suerte has tenido! (Noroc!)- Exclamaban y gesticulaban. Y aunque hablaban muy rápido entendí lo que decían: que los ladrones se suelen poner en esa parada para acechar a los que van a aeropuerto, le observan y luego le intentan robar. Por lo general son dos, y mientras uno hace como que te ayuda con la maleta, el otro se pega a tí por detrás mientras te abre los bolsillos de la mochila o el pantalón y te roba la cartera o lo que puedas llevar de valor. A mí me salvó que cuando al surbir no había a penas gente y fue muy evidente el intento de robo. Sin embargo así fue como robaron a mi coordinador en la estación de tren de Cracovia, Polonia.
Había oído hablar de la miseria de Bucarest, de las advertencias sobre tener precaución (más siendo de fuera), la mayoría me parecía que estaban basadas en prejuicios contra los gitanos, y en cualquier caso me consideraba alerta. Pero por eso mismo no pensaba que me fuese a pasar a mí.
Revisé durante el trayecto al aeropuerto que llevaba todo: el billete impreso, el DNI, la cartera, eso era lo más importante. Al bajarme en Otopeni y entrar directamente en el aeropuerto sentí un gran alivio, sobre todo al ver algunos policías vigilando la zona, personal de limpieza hasta por la noche, pantallas de plasma anunciando vuelos y destinos, restaurantes con zona wi-fi...¿Qué mundo era éste, tan distinto del que acababa de dejar atrás?
Pero esta historia no acaba aquí. Esto es sólo una introducción, o, al igual que el título de una canción de Extremoduro, una "Dulce introducción al caos".
Pasaron varios meses hasta que, en abril, volví a hacer el mismo trayecto hasta Otopeni.
Esta vez sí era plenamente de día, era una tarde con mucho viento, pero bonita. Después de un invierno crudísimo, Rumanía empezaba a florecer, y su capital, afamada por sus zonas verdes, empezaba a tener una atmósfera especial en la que el aire y los colores de sus árboles y jardines se vivían intensamente.
Volví (esta vez con billete), a la parada del autobús. Esta vez sólo iba a buscar a una amiga, por lo que llevaba conmigo únicamente una mochila. Bajo el sol de la primavera la espera se llevaba mucho mejor.
Fue entonces cuando vi a un muchacho. Era moreno, tanto de pelo como de piel, e iba vestido con ropa que le venía grande: me llamó la atención la chaqueta enorme que llevaba. No sabría decir cuántos años tenía, pero rondaría los 13 años, tal vez 14, quizá 12, puede que incluso menos. Creo que pasa mucho con los chicos en esas condiciones: pueden aparentar ser más mayores por lo avispados que les ha puesto la vida en la calle, pero esta misma, por la mala alimentación y los malos hábitos les hace que parezcan más infantiles.
Estaba rondando la parada, y en seguida me acordé de mi aventura de hacía unos meses. Mi cara debió delatarme, porque nada más verme se sentó a mi lado.
Me abracé a mi mochila, como diciendo: <<Esta vez nadie va a intentar hurgar aquí>>, y seguí esperando el autobús. Él estaba sentado en el mismo banco, a mi derecha, y aunque no sé exactamente qué decía en rumano, sé que le hacía gracia la situación, ver la reacción que era capaz de causarme con sólo sentarse al lado. No dije una palabra, no le contesté (ante todo porque no quería delatarme como extranjera), y al poco tiempo me levanté y me fui a esperar a otro asiento, resguardado por más gente que también estaba esperando, y donde me sentía más a salvo.
Una parte de mí se sintió mal, como: <<Te estás dejando llevar por los prejuicios>>, pero la otra sólo se acordada de ese intento de robo la noche antes de despegar.
Como de costumbre, el autobús del aeropuerto se hizo esperar. Llegó uno que iba a otro sitio, y la gente empezó a ir hacia él, en masa. Entonces vi cómo el chico se levantó y se acercó a la multitud, poco a poco. Me iba mirado mientras se colocaba detrás de una mujer que llevaba un gran bolso, bastante a la vista. Su sonrisa era desafiante. <<Ellos no me ven, tú sí, tú sabes lo que voy a hacer. - Parecía estar diciéndome mientras me sonreía - No vas a ser tú hoy, pero mira, va a ser otra, yo voy a hacer lo que voy que voy a hacer de todas formas.>>
Las puertas del autobús se cerraron y la figura del chico se perdió entre la gente. Yo no perdí por un segundo el control sobre mi mochila, aun sabiendo que, por el momento, el peligro había pasado. Seguí esperando medio alerta, pensativa. Recordaba los andares del chico hacia toda esa gente...Y sobre todo, ese gesto, dirigido a mí únicamente, esa sonrisa que me pareció desafiante y bobalicona al mismo tiempo, propia de un niño que quiere atención por la fechoría que está a punto de cometer. Como quien, sabiendo cuál es su suerte y su desagracia, se resigna, la acepta, e incluso juega con ella, se ríe de ella y la maneja su antojo.
De repente me pareció que había una profunda tristeza detrás de todo ello.
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